No es extraño asistir a ejemplos que indican que en el continente americano a veces la muerte se vive de una manera diferente. El cementerio de Chichicastenango es uno de esos ejemplos. A todo color. En el altiplano de Guatemala, la pequeña villa de Chichicastenango -Chichi, en su versión más coloquial y cariñosa- parece sumida en una explosión constante de vivos colores. El desbordante mercado de frutas y verduras, las máscaras indígenas, las ropas de la gente… El pueblo está pigmentado de rojos, naranjas, azules, verdes y amarillos intensos. El pueblo y el cementerio. Allí la muerte esboza una sonrisa festiva.
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En lo alto de Chichicastenango, frente al rústico hotel Mayan Inn, el Cementerio General no se parece a ningún otro. Lejos de ser un lugar sombrío y siniestro, un triste recinto de lloros y desolación, un espacio gris y pétreo, el camposanto es un homenaje a los antepasados al más puro estilo maya. Vibrantes colores contrastan unos con otros en lápidas y panteones. A las madres se las recuerda en turquesa; a los padres, en blanco; a los abuelos, en amarillo; a los niños y niñas, en celestes y rosas. El estatus social también marca el cromatismo de su descanso eterno.

La alegría expresada por las flores y estas tumbas pintadas sin complejos encuentra además otra expresión folclórica más en el cementerio de la población quiché. En el homenaje a los muertos intervienen el fuego, el aguardiente y el incienso, elementos purificadores utilizados en pequeños altares por el chamanismo. Por si fuera poco, la celebración de Todos los Santos es una cita obligada en la que dar rienda suelta a la música percusiva por todo el pueblo. Niños de Chichicastenango se encargan de acicalar las tumbas para que la pintura esté en perfecto estado de revista.

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