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Hayedo de Otzarreta: conoce el bosque encantado del País Vasco

No deberías perder ocasión de adentrarte en un paisaje onírico cuando el frío endurece la espesura de la niebla y permite pasearlo en soledad. Es el hayedo de Otzarreta, un bosque encantado en el corazón del País Vasco. Al menos, eso él nos hace creer con su manto de hojas secas, el abrigo verde del musgo, las raíces que parecen retorcerse a ojos vista y la forma peculiar de los árboles. Si ya el viento ulula no nos cabrá duda del hechizo mágico del bosque.

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Otzarreta con niebla (Sergio Nevado, Foter)

En el límite que parte territorio vizcaíno y alavés, desde el puerto de Barazar, el hayedo de Otzarreta nos sirve además de excusa inestimable para ir más allá en pos de paradas siguientes en el interior del Parque Natural de Gorbeia. Nos disponemos a otear el monte que le da nombre, patear la antigua calzada real, descubrir el humedal de Saldropo, atravesar el sobrenatural paso de Atxuri. Pero nos ocupa el hayedo, un pequeño bosque de poco más de cien hayas dispuestas en el curso del arroyo Zubizabala, bien ruidoso en esta época de aguas.

Otzarreta (Sergio Nevado, Foter)

Sobrecoge una sensación de quietud casi fantasmal, si no fuera por los colores ocres y verdosos de esta naturaleza viva. Sobrecogen las formas de sus hayas, insospechadas pero explicables por la acción del pasado carbonero. La explotación para uso de carbón hizo de este hayedo sombrío distinto a la mayoría, descabezado y con ramas que, nacidas a media altura, no responden a la horizontal lógica sino que se elevan a la caza del sol.

Otzarreta con niebla (Sergio Nevado, Foter)

Más allá del hayedo de Otzarreta, trasmocho por la poda llevada a cabo hace décadas, la repoblación consiguiente permite comprobar la convivencia de pinos negros y robles americanos, de abetos Douglas y de alerces japoneses, todas especies guiris. Pero cuidado. Todavía, si uno observa con atención y agudiza los sentidos y la imaginación, tal vez pueda intuir la presencia de otras criaturas. Pueden ser gnomos que se agazapan en sus setas dispuestos a que nada cambie y su hayedo siga estando encantado.
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Miguel Á. Palomo

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